Fuente: Diario el Comercio
Del terremoto, miles de personas todavía viven en carpas en Pisco
8:02 Alcaldes reclaman por lentitud en la entrega de los fondos. En San Andrés se construye complejo habitacional pero compradores son de Lima.
Por: Nelly Luna AmancioEnviada especial
*ICA. *Como todos los que estaban en Pisco ese día, Ida Román creyó que el temblor pasaría. Estaba tendida en su cama cuando un fuerte zumbido perturbó su siesta. Los muebles comenzaron a sacudirse. “Ya pasará”, pensó. Ida, que nació en esta ciudad donde los sismos son tan frecuentes como fugaces, se confió. ¿Por qué este temblor tenía que ser la excepción? “Ya pasará”, dijo y continuó aferrada a su cama.
A unas cuadras de su casa, sus vecinos presenciaban en la iglesia San Clemente una misa extrañamente larga pero que ya estaba por terminar. De pronto, las bancas comenzaron a moverse: “Cálmense, ya va a pasar”, dijo en voz alta el sacerdote Emilio Torres. Pero el temblor no pasó. La tierra sacudió con más furia, como si tratara de expulsar todo lo que estaba sobre ella. La luz eléctrica se cortó. Y en esa enorme oscuridad el pánico se desbordó.
En su casa, a solas, Ida quiso gritar pero no pudo. Se levantó e intentó atravesar corriendo el patio pero el suelo la rebotaba. “Señor, apiádate de nosotros”, alcanzó a decir. Estuvo a punto de llegar a la calle cuando una pared le cayó encima. “No recuerdo más”, dice. En el templo, los gritos de niños llorando, de padres buscando a sus hijos y de hombres buscando a sus esposas se confundían con los ecos. El sacerdote se aferró a una columna bajo la cúpula, lo único que no se derrumbó. Algunos se aferraron con él, otros muchos intentaron escapar, los gritos continuaron, de pronto, el golpe seco de una caída. Después, el silencio.
El viejo techo del templo no aguantó las sacudidas: se desplomó sobre más de 100 personas. La fatalidad –injusta y violenta– se ensañó con familias completas.
La tierra solo se detuvo tres minutos y medio después, cuando ya se había traído abajo más de 72 mil viviendas en toda la región Ica, entre ellas la casa de Ida, ubicada en Pisco. El movimiento pasó, pero el terremoto acompaña hasta hoy cada una de las lágrimas de sus víctimas. De ese 15 de agosto de hace dos años han quedado las calles desoladas y las miradas dolientes de la gente, así como esas carpas de tristeza y necesidad.
HUYERON DEL MARSentada en su nueva cama, Ida llora; el recuerdo le duele, aunque siente cierto placer culposo al contar cómo ella sí logró sobrevivir al desastre, cómo ese día su esposo la desenterró y cómo por eso hoy puede contar esto. “¿Y dónde estabas tú ese día?”. La pregunta es dolorosamente inevitable en todo Pisco. Todos lo hacen, como si contarlo formara parte de una terapia comunitaria. En muchos casos, sobre todo en mujeres y estudiantes, los trastornos mentales postraumáticos continúan, dicen los médicos.
Con su casa hecha polvo, Ida decidió buscar otro lugar, esta vez lejos del centro de Pisco, un sitio a donde el mar no pudiera llegar si alguna vez el terremoto volviera a repetirse y con él un tsunami amenazara de nuevo la ciudad. Así fue como llegó con su esposo y otros cientos de familias a la zona conocida como Alto El Molino.
En este asentamiento humano hijo del terremoto conviven hoy cerca de cuatro mil personas. Las 426 mil hectáreas de terreno que comparten están rodeadas por una cementera, un muro de tierra que el INC dice que es patrimonio cultural pero que a simple vista no es más que un cúmulo de tierra arcillosa acorralada por la basura y una procesadora de conchas de abanico que hasta hoy gobierna con su hedor la rutina de los que viven aquí.
Los vientos son implacables en Alto El Molino, arrastran el polvo y penetran las narices de las hijas de Zaida, que vive a unas cuadras de la casa de Ida. En su intento por controlar la polvareda, Zaida trozó la carpa de plástico donde vivió más de un año y forró con esta las paredes de esteras de su nueva vivienda. Pero su esfuerzo poco ayuda: sus hijas, como la mayoría de menores en Pisco, desarrollan con frecuencia afecciones respiratorias y alergias.
Las consecuencias del hacinamiento no son solo estas enfermedades y los casos focalizados de parasitosis, también un agazapado incremento de la tasa de embarazos adolescentes debido a la alta promiscuidad. Desde el terremoto, solo en esta zona se han registrado más de 50 embarazos en menores de 18 años. “Antes no había luz y los jóvenes aprovechaban la oscuridad para escaparse, las casas no ofrecen seguridad, ahora por lo menos están divididas por esteras”, dice Alejandro Legua, dirigente barrial de Alto El Molino.
A MEDIO CONSTRUIRVeinticuatro meses después del terremoto, los sueños de Yolanda Matos –agricultora de la localidad de Montesierpe en Humay, esposa abnegada, 65 años, siete hijos, trece nietos- continúan encerrados en una carpa de plástico que le dejó alguien que se mudó a una casa de madera prefabricada.
Desde la tragedia sucede siempre así: el ascenso económico en el Pisco posterremoto se mide por el salto del plástico a la madera o la estera; el cemento es elitista. Los programas de vivienda no alcanzan a los damnificados, en su mayoría agricultores o trabajadores eventuales que no son sujetos de crédito y menos aun cuentan con un título de propiedad sobre algo que en realidad nunca fue suyo.
Para otros, como Yolanda, el alza de los precios de los materiales y de la mano de obra, derribaron sus sueños de reconstrucción. Ella recibió el bono de 6 mil soles pero apenas le alcanzó para construir tres paredes de ladrillo y una gigantesca zanja.
Todos las viviendas en Pisco, desde la ciudad, hasta San Clemente y Humay, están a medio construir. Y como tratando de ocultar el devastador entorno, las autoridades municipales están levantando muros de ladrillo y cemento alrededor de terrenos baldíos y de carpas que sirven de casas. “Un día llegaron y comenzaron a construir estas paredes, no dijeron nada”, cuenta Pilar Díaz, con nueve meses de gestación, que vive en un módulo de madera y que un día despertó encerrada por una pared.
Lo mismo le pasó a Don Daniel Guzmán, curtido pescador pisqueño. “No es justo que sigamos viviendo así, nada es igual desde el terremoto, y para colmo el trabajo también se ha dañado, desde ese día el mar no está bien, siempre para movido, los vientos ahora son más fuertes”, dice sentado a un costado de su vieja carpa.